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martes, 8 de marzo de 2016

EL TEJADO DE LAS CIGÜEÑAS

Aquella curva de la carrera siempre era un peligro; sobre todo para los automovilistas que tenían la afición de tomarla por la izquierda y ahorrarse así de levantar el pié del acelerador para salir con más velocidad de la revuelta. Eran muchos los que pensaban que la carretera secundaria que unía los dos pueblos, por el buen estado del asfalto, era la pista ideal para demostrarse a sí mismo y a los descerebrados copilotos que se atrevían a ir de acompañantes, que se podía conseguir una media de 150 km/h en el tramo de 10 kilómetros que unía los dos pueblos.

Y cuando se vuelve de una noche movida, en la que se ha probado de casi todo, a pesar de que la luz del amanecer resta claridad, la temeridad es la compañera que hace perder miedo, prudencia y raciocinio.

Estuvo a punto de salirse de la carretera, cuando tuvo una visión que le asombró: el tejado de la casa que estaba al borde, saliendo de la curva, estaba lleno de cigüeñas.


– ¡Deben ser más de doscientas cigüeñas!- gritó desconcertado a su acompañante que se había quedado sin habla-. ¡Nunca había visto tantas cigüeñas juntas!

Había podido dominar el coche, su Audi TT de segunda mano pero que “está de puta madre”, y frenar justo cuando estaba a punto de salir por la cuneta.

- ¡Tío, que mal fario me da esto!- resonó agitada la voz del copiloto.

Miró hacia atrás para asegurarse que no venía otro vehículo y, a pesar de que le temblaban las piernas, pudo salir del trance y alejarse del lugar.

– ¡Qué mal vajío me han dado las cigüeñas!- consiguió decir algo más calmado cuando avistaron el pueblo al que se dirigían.

– De todas formas, ahora a la vuelta tira por la carretera de atrás- el copiloto no había superado el pánico originado por la vista de los enormes pájaros sobre el techo de la vivienda.

Por la tarde se empezó a correr la voz por todo el pueblo: habían encontrado muerto a Paco el de las Tejas a menos de cincuenta metros de su casa. Cuando Juan José, el temerario piloto, mientras apuraba el café negro para despertar de la modorra, escuchó comentar el hallazgo a su vecino en la barra de la cafetería, recordó cómo él había sufrido la inesperada visión de la bandada de cigüeñas posadas en el tejado.

– Lo ha encontrado el vecino de la parcela que está detrás de la casa, que iba con su moto a las faenas, como todos los días- continuó el relato.

Luego, con todo lujo de detalles, contó cómo la guardia civil acudió, cómo esperaron a que llegara el juez de guardia y cómo llevaron el cadáver al depósito “para que el forense haga la autopsia”.

Paco el de las Tejas era un solitario de trato huraño al que no se le conocían amigos ni pareja. Había sido protagonista de algún que otro episodio violento. “Dos veces tuvo que ir al juzgado”, se encargó de recordar uno de los contertulios que ya formaban un singular coro alrededor del narrador.

Lo habían encontrado tumbado boca abajo en el camino, cubriéndose la cabeza con sus dos manos, en un charco de sangre y con heridas en todo el cuerpo.

- La camisa y el pantalón casi no se distinguían, entre los agujeros y la sangre- un tono de sadismo rozaba el comentario del narrador.



Paco el de las Tejas siempre había vivido sólo en aquella casa, no se le conocían familiares ni amigos y su única compañía era la de una burra con la que llevaba al pueblo lo que cosechaba en la huerta.

Nunca se supo pero la tarde anterior Paco, en un arrebato de amargura consecuencia de su soledad, había destruido el nido que las cigüeñas ocupaban todos los años en la torreta metálica de la red eléctrica. El nido tenía dos huevos y la pareja de cigüeñas inquilinas de la morada, se quedó aquel año sin descendencia.

El forense no sabía a qué conclusiones llegar: era incapaz de establecer la forma cómo fue asesinado, porque tenía claro que Paco el de las Tejas había sido asesinado aunque no podía identificar con qué objeto se habían hecho las heridas, “algo similar a un cuchillo largo y hoja ancha”, “cuatro de ellas mortales de necesidad”, estableció en el dictamen. 

La guardia civil, por más que lo intentó, no encontró ninguna pista. El muerto no tenía amigos, pero tampoco enemigos; no era muy sociable, pero nunca, en las pocas ocasiones que acudió al pueblo, fue rechazado. 

– ¡Caso cerrado!- dictaminó el juez cuando se cumplió el plazo establecido por las leyes.

 José Campanario