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miércoles, 15 de abril de 2015

EL ELEFANTE BLANCO



Hay un animal que se repite de forma machacona en la naturaleza: el elefante blanco. Se trata de un elefante anciano, decrépito, con el pelo blanco y las facultades un tanto, o un mucho, deterioradas. Suele ir a la cola de la manada, pero de vez en cuando se le ocurre encabezarla como si estuviera en sus mejores años.

Curiosamente es algo que se viene repitiendo en el panorama político de nuestro país. Sin hacer distingos de credos políticos, hay políticos ancianos que se empeñan en mostrar el camino a la tropa de correligionarios. No tienen en cuenta los cambios producidos en la sociedad, ni la pérdida de facultades propias, ni la desconexión que tienen con respecto a los ciudadanos. No se dan cuenta de que ellos son historia, gloriosa para sus compañeros de afinidades políticas, ni de que ellos se encuentran en una cómoda, muy cómoda, jubilación, no entramos a valorar si merecida o no.

Los elefantes blancos, los auténticos, es decir los que tienen trompa, grandes orejas y cuatro patas, no son conscientes de que han perdido facultades; su vista suele ser mala, el olfato ha disminuido, ya no es capaz de rastrear las huellas, no distingue con claridad los cruces de los caminos, confunde los límites de los senderos, todos los árboles les parecen iguales, la ciénaga no ofrece contraste de limpieza o suciedad para ellos…

Cuando estaban en su plenitud, el orgullo, el tremendo orgullo que tuvieron gracias al gran poder que desarrollaban, les impidió establecer los límites seguros para que los depredadores, sus enemigos naturales, no tuvieran alcance al paraíso que disfrutaban su manada y la inmensa mayoría de los habitantes de la sabana, del mundo de los animales libres que no temían a los depredadores, o al menos no tenían motivos para el temor ya que el gran protector, el gran elefante, protegía su hábitat, el mundo en el que vivían. 

El depredador, paciente, cauto y sigiloso, esperaba que el paso del tiempo le diera paso. Dejó hacer al gran dueño de la sabana y se mantuvo cauteloso rondando los márgenes de los dominios del gigante. Y en cuanto tuvo la oportunidad, en cuanto vio que los cabellos del poderoso paquidermo blanqueaban, comprobó que las fuerzas habían bajado y se lanzó al ataque, a la conquista del mundo que hasta entonces había pertenecido al resto de cándidos animales.

Poco a poco, se fue adueñando de todo hasta que impuso su dominio con las razones de su fuerza y comenzó a oprimir a los herbívoros. Estableció la prohibición de circular por las veredas al resto de los animales, los caminos buenos a partir de entonces quedaron reservados exclusivamente para los depredadores, los que tenía prioridad para beber en las charcas eran ellos, los no depredadores tan sólo podían acceder al agua ya baboseada por los nuevos señores, las mejores sombras para descansar era para el gran depredador y su especie… y así cambió totalmente la selva.

El depredador ha mejorado mucho su calidad de vida y no es que antes la tuviera mala: es que ahora vive todavía mejor, mucho mejor. Ya no persigue las piezas, sino que obliga a los mansos animales a que le acerquen la caza para que sus compinches, los jóvenes que aspiran a gran depredador, ejerzan las tareas de acoso y caza. El gran depredador se aposta a la salida del desfiladero para atrapar al asustado animal que huye de sus perseguidores sin darse cuenta que cae directamente en las insaciables fauces del gran depredador que ahora no sólo es dueño de todo, sino que, además, saborea el mejor solomillo.

En tanto el elefante blanco se conforma, auto convencido, con beber el agua de segunda mano, caminar por los senderos llenos de espinos, baches y piedras y mantener su orgullo con las alabanzas vacías de los miembros de su manada. Eso sí, disimula como si tuviera el mismo poder de antaño.

Los cachorros de elefantes, los elefantitos, no han aprendido nada del elefante blanco, cuando en sus mejores tiempos fue líder y condujo a su manada hasta los mejores pastizales y las mejores lagunas. El elefante blanco no les dio la oportunidad de aprender.
Y lo peor es que no se dan cuenta de que hay tigres que están disputando los senderos y las lagunetas a los depredadores.

José Campanario