Aquella curva de la carrera siempre era un peligro; sobre todo para los
automovilistas que tenían la afición de tomarla por la izquierda y ahorrarse así de
levantar el pié del acelerador para salir con más velocidad de la revuelta. Eran
muchos los que pensaban que la carretera secundaria que unía los dos pueblos, por
el buen estado del asfalto, era la pista ideal para demostrarse a sí mismo y a los
descerebrados copilotos que se atrevían a ir de acompañantes, que se podía
conseguir una media de 150 km/h en el tramo de 10 kilómetros que unía los dos
pueblos.
Y cuando se vuelve de una noche movida, en la que se ha probado de casi
todo, a pesar de que la luz del amanecer resta claridad, la temeridad es la
compañera que hace perder miedo, prudencia y raciocinio.
Estuvo a punto de salirse de la
carretera, cuando tuvo una visión que
le asombró: el tejado de la casa que
estaba al borde, saliendo de la curva,
estaba lleno de cigüeñas.
– ¡Deben ser más de doscientas
cigüeñas!- gritó desconcertado a su
acompañante que se había quedado
sin habla-. ¡Nunca había visto tantas
cigüeñas juntas!
Había podido dominar el coche,
su Audi TT de segunda mano pero que
“está de puta madre”, y frenar justo
cuando estaba a punto de salir por la
cuneta.
- ¡Tío, que mal fario me da
esto!- resonó agitada la voz del
copiloto.
Miró hacia atrás para asegurarse
que no venía otro vehículo y, a pesar
de que le temblaban las piernas, pudo
salir del trance y alejarse del lugar.
– ¡Qué mal vajío me han dado
las cigüeñas!- consiguió decir algo más
calmado cuando avistaron el pueblo al
que se dirigían.
– De todas formas, ahora a la
vuelta tira por la carretera de atrás- el
copiloto no había superado el pánico
originado por la vista de los enormes
pájaros sobre el techo de la vivienda.
Por la tarde se empezó a correr la voz por todo el pueblo: habían encontrado
muerto a Paco el de las Tejas a menos de cincuenta metros de su casa. Cuando Juan
José, el temerario piloto, mientras apuraba el café negro para despertar de la
modorra, escuchó comentar el hallazgo a su vecino en la barra de la cafetería,
recordó cómo él había sufrido la inesperada visión de la bandada de cigüeñas
posadas en el tejado.
– Lo ha encontrado el vecino de la parcela que está detrás de la casa, que iba
con su moto a las faenas, como todos los días- continuó el relato.
Luego, con todo lujo de detalles, contó cómo la guardia civil acudió, cómo
esperaron a que llegara el juez de guardia y cómo llevaron el cadáver al depósito
“para que el forense haga la autopsia”.
Paco el de las Tejas era un
solitario de trato huraño al que no se
le conocían amigos ni pareja. Había
sido protagonista de algún que otro
episodio violento. “Dos veces tuvo que
ir al juzgado”, se encargó de recordar
uno de los contertulios que ya
formaban un singular coro alrededor
del narrador.
Lo habían encontrado tumbado
boca abajo en el camino, cubriéndose
la cabeza con sus dos manos, en un
charco de sangre y con heridas en
todo el cuerpo.
- La camisa y el pantalón casi no
se distinguían, entre los agujeros y la
sangre- un tono de sadismo rozaba el
comentario del narrador.
Paco el de las Tejas siempre
había vivido sólo en aquella casa, no
se le conocían familiares ni amigos y
su única compañía era la de una burra
con la que llevaba al pueblo lo que
cosechaba en la huerta.
Nunca se supo pero la tarde anterior Paco, en un arrebato de amargura
consecuencia de su soledad, había destruido el nido que las cigüeñas ocupaban
todos los años en la torreta metálica de la red eléctrica. El nido tenía dos huevos y la
pareja de cigüeñas inquilinas de la morada, se quedó aquel año sin descendencia.
El forense no sabía a qué conclusiones llegar: era incapaz de establecer la
forma cómo fue asesinado, porque tenía claro que Paco el de las Tejas había sido
asesinado aunque no podía identificar con qué objeto se habían hecho las heridas,
“algo similar a un cuchillo largo y hoja ancha”, “cuatro de ellas mortales de
necesidad”, estableció en el dictamen.
La guardia civil, por más que lo intentó, no encontró ninguna pista. El muerto
no tenía amigos, pero tampoco enemigos; no era muy sociable, pero nunca, en las
pocas ocasiones que acudió al pueblo, fue rechazado.
– ¡Caso cerrado!- dictaminó el juez cuando se cumplió el plazo establecido por
las leyes.
José Campanario