Están acostumbrados a dar
capotazos a pesar de no tener nada de arte, de no conocer ni por asomo el arte
de Cúchares. Tienen el descaro por bandera, pero no el del que encara las cosas
a base de pinceladas de genialidad en cualquiera de las facetas de la vida. No
se sonrojan cuando mienten y lo hacen a diario con inusitada frecuencia, en
muchas más ocasiones de las que debieran. Su patrón de comportamiento no sólo
no sigue pautas de ética y moral, sino que camina por senderos opuestos a las
dos virtudes mencionadas. Desprecian la honradez y en círculos cercanos la
ponen como mal ejemplo, como algo que no se debe seguir. Se sienten impunes y
se dedican a elaborar normas legales para asegurarse la impunidad. Tienen la
creencia de que engañan a los ciudadanos a los que consideran memos solemnes.
¡Exacto, amigo lector, lo
has adivinado: nos estamos refiriendo a la clase política española y en muchos
casos a la clase política europea!.
No hay otra explicación, no
se puede entender que personajillos que en su vida han hecho nada destacable,
que en muchos casos están cortitos (por ser generosos) de preparación técnica,
humana, cultural y social, se dediquen con todo el descaro del mundo a la
política, a elaborar leyes, reglamentos, directrices, normas de variada
categoría, etc. No se entiende que profanos en la materia establezcan las
líneas maestras en temas de tanta importancia para una sociedad avanzada como
son la economía, la cultura, la enseñanza, la sanidad… Y además tienen el
cinismo de afirmar que los demás se equivocan, que todo el mundo está en el
lado erróneo, cuando las posiciones de la ciudadanía son contrarias a lo que a
ellos les interesa (en esta palabra está la clave del por qué de sus comportamientos).
No es normal que
personajillos, con cargos muy importantes, eso sí, implicados en corruptelas, mangoneo
y estafa social, sigan apareciendo en los medios de comunicación, con la
complicidad de una parte de la clase periodística, tratando de dar lecciones de
moralidad a los ciudadanos, cuando están metidos en el fango pestilente de la
corrupción hasta el cuello.
Porque aquí, al parecer no
sólo es una costumbre hispana, sino un juramento implícito a la toma de
posesión del carguillo asignado al que acompaña una generosa nómina y prebendas
variadas, que aquí es este país llamado España, no dimite ni el gato. La
presunción de inocencia llega a extremos de auténtico cinismo. En cualquier
país cuando alguien es acusado formalmente por una falta (no es necesario que
sea delito, con que esté mal visto socialmente es suficiente), presenta su
dimisión. ¿Aquí? No se ría usted amigo lector, porque es para echarse a llorar.
Es necesaria una
regeneración de verdad, una estructura social que dote de valores morales,
éticos y de dignidad al desarrollo de cualquier cargo público que represente la
voluntad expresada por los ciudadanos. Porque a los trabajadores de la
administración ya se les impone la disciplina y los comportamientos que tienen
obligación de tener, y nos parece muy bien.
Es preciso que nuestra
sociedad se dote de los mecanismos necesarios para que la tolerancia que
sufrimos ante estos comportamientos desvergonzados desaparezca. Y una cosa más:
es preciso, indispensable, que los periodistas dejen de obedecer las órdenes
que surgen desde las instancias del poder y cumplan con su obligación: informar
a la ciudadanía.
Nino
Granadero.