Hay un animal que se repite
de forma machacona en la naturaleza: el elefante blanco. Se trata de un
elefante anciano, decrépito, con el pelo blanco y las facultades un tanto, o un
mucho, deterioradas. Suele ir a la cola de la manada, pero de vez en cuando se
le ocurre encabezarla como si estuviera en sus mejores años.
Curiosamente es algo que se
viene repitiendo en el panorama político de nuestro país. Sin hacer distingos
de credos políticos, hay políticos ancianos que se empeñan en mostrar el camino
a la tropa de correligionarios. No tienen en cuenta los cambios producidos en
la sociedad, ni la pérdida de facultades propias, ni la desconexión que tienen
con respecto a los ciudadanos. No se dan cuenta de que ellos son historia,
gloriosa para sus compañeros de afinidades políticas, ni de que ellos se
encuentran en una cómoda, muy cómoda, jubilación, no entramos a valorar si
merecida o no.
Los elefantes blancos, los
auténticos, es decir los que tienen trompa, grandes orejas y cuatro patas, no
son conscientes de que han perdido facultades; su vista suele ser mala, el
olfato ha disminuido, ya no es capaz de rastrear las huellas, no distingue con
claridad los cruces de los caminos, confunde los límites de los senderos, todos
los árboles les parecen iguales, la ciénaga no ofrece contraste de limpieza o
suciedad para ellos…
Cuando estaban en su
plenitud, el orgullo, el tremendo orgullo que tuvieron gracias al gran poder
que desarrollaban, les impidió establecer los límites seguros para que los depredadores,
sus enemigos naturales, no tuvieran alcance al paraíso que disfrutaban su
manada y la inmensa mayoría de los habitantes de la sabana, del mundo de los
animales libres que no temían a los depredadores, o al menos no tenían motivos
para el temor ya que el gran protector, el gran elefante, protegía su hábitat,
el mundo en el que vivían.
El depredador, paciente,
cauto y sigiloso, esperaba que el paso del tiempo le diera paso. Dejó hacer al
gran dueño de la sabana y se mantuvo cauteloso rondando los márgenes de los
dominios del gigante. Y en cuanto tuvo la oportunidad, en cuanto vio que los
cabellos del poderoso paquidermo blanqueaban, comprobó que las fuerzas habían
bajado y se lanzó al ataque, a la conquista del mundo que hasta entonces había
pertenecido al resto de cándidos animales.
Poco a poco, se fue adueñando
de todo hasta que impuso su dominio con las razones de su fuerza y comenzó a
oprimir a los herbívoros. Estableció la prohibición de circular por las veredas
al resto de los animales, los caminos buenos a partir de entonces quedaron
reservados exclusivamente para los depredadores, los que tenía prioridad para
beber en las charcas eran ellos, los no depredadores tan sólo podían acceder al
agua ya baboseada por los nuevos señores, las mejores sombras para descansar
era para el gran depredador y su especie… y así cambió totalmente la selva.
El depredador ha mejorado
mucho su calidad de vida y no es que antes la tuviera mala: es que ahora vive
todavía mejor, mucho mejor. Ya no persigue las piezas, sino que obliga a los
mansos animales a que le acerquen la caza para que sus compinches, los jóvenes
que aspiran a gran depredador, ejerzan las tareas de acoso y caza. El gran
depredador se aposta a la salida del desfiladero para atrapar al asustado animal
que huye de sus perseguidores sin darse cuenta que cae directamente en las insaciables
fauces del gran depredador que ahora no sólo es dueño de todo, sino que,
además, saborea el mejor solomillo.
En tanto el elefante blanco
se conforma, auto convencido, con beber el agua de segunda mano, caminar por
los senderos llenos de espinos, baches y piedras y mantener su orgullo con las
alabanzas vacías de los miembros de su manada. Eso sí, disimula como si tuviera
el mismo poder de antaño.
Los cachorros de elefantes,
los elefantitos, no han aprendido nada del elefante blanco, cuando en sus mejores
tiempos fue líder y condujo a su manada hasta los mejores pastizales y las
mejores lagunas. El elefante blanco no les dio la oportunidad de aprender.
Y lo peor es que no se dan
cuenta de que hay tigres que están disputando los senderos y las lagunetas a
los depredadores.
José Campanario